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Xuan X. Sánchez Vicente

Profesor, poeta y ensayista. Miembro de la Academia de la Llingua Asturiana

La Nueva España, 4 nov 2007

En sus harpadas lenguas, las palabras…

La tesis clásica de que el lenguaje, las palabras, tienen una comunicación directa con las cosas, están poseídas por una especie de necesidad o requerimiento mutuo con ellas, de modo que cada palabra determinada convocase de por sí la cosa -no sólo mental, sino físicamente- y consistiese, al mismo tiempo, en la única forma adecuada (propia y natural, desde el origen) de nombrarla, aparece por primera vez en el «Cratilo». Hace no mucho tiempo, entre nosotros, en el discurso de recepción de los premios «Príncipe de Asturies» de 2001, George Steiner señaló cómo el pasaje del Génesis en que Adán pone nombre a los animales que frente a él van pasando evoca esa idea de la relación «natural» (entre mágica y de comunión anímica) que liga el vocablo y lo por él nombrado, mixtura ideal que habría venido a romperse, según el relato bíblico, con la condena de Babel. En el mismo sentido, y a lo largo de todos los tiempos, algunos escritores y movimientos han buscado encontrar o reencontrar las palabras o los sonidos cuyo valor significativo lo fuese per se o natural, más allá de su valor trivial o convenido; así el Rimbaud de «Les voyelles», el Mallarmé de «Mots Anglais» o los cubofuturistas rusos, con su zaum o lenguaje transmental. En las líneas que siguen, y en relación con lo que acabamos de expresar, examinaré un par de ejemplos textuales donde las palabras se sobreañaden al significado, tienen ellas mismas, en su propia entidad, un significado imprescindible, intraducible. Nos cantan, por decirlo con el sintagma cervantino del capítulo II del «Quijote», con sus harpadas lenguas, transmitiéndonos no sólo el significado al que remiten, sino el significado mismo que es su propio significante.

«Viaje al mundo de Martín Llamazales», de Gerardo López y Gonzalo Barrena, es una magnífica novela en la que, entre otras cosas, destaca lo insólito de la temática y el paisaje, el de los Beyos. Situada en 1893, conjuga el viaje de un ingeniero alemán a la zona de Tolivia y los días en que Martín Llamazales, el protagonista de la segunda mitad, debe pasar encerrado en Llue con el cadáver de su segunda esposa, hasta tanto pueda trasladarlo al cementerio. Es aquí, especialmente, en el mundo cerrado y acezante del protagonista con su mujer y su entorno físico -el de la casa, el del ganado, el de la naturaleza inmediata-, donde el léxico asturiano que puebla un texto escrito en castellano emerge como un significante dotado de significado. «Congostu, pontones, sobremurios, trabe (de nieve), maeda, mayuelu, barayones, cemba, desañubrir, empoyu, desh.uellar, arniu, argayada, chispera, poyal, güelga…», y, naturalmente, la toponimia son vocablos que conllevan las peculiares emociones de una determinada cosmovisión (transmitida al lector a través del pensamiento y los movimientos de la figura señera de Martín) y de un saber cultural cuyas resonancias -psíquicas, históricas, factuales- sólo pueden ser dichas de esa manera, so pena no sólo de «traicionar» un hipotético canon escriturario realista, sino, fundamentalmente, de adulterar gravemente la realidad transmitida, al menos para aquellos lectores asturianos que sí poseen las claves de la sintonía y el entendimiento de ese mundo físico y psíquico, de esa cultura y esa historia. Es decir, para los lectores llariegos se trataría de la misma falsificación que, por ejemplo, encierra la recolección de cuentos asturianos de Aurelio de Llano o tantos otros trabajos de campo que, impulsados muchas veces por instituciones dichas asturianas e incluso asturianistas, participan de esa misma mentalidad que considera el castellano la única lengua digna de comunicar la verdad, aun a costa de la misma verdad (…)

Este fragmento forma parte de un artículo más amplio, que puedes seguir leyendo aquí.

(CONTINUACIÓN)

De Montserrat Garnacho, «Caleyes con oficiu» -una obra donde van desfilando mujeres y varones que han desarrollado oficios y servicios hoy casi desaparecidos, entre los años treinta y los setenta del siglo pasado- constituye un auténtico milagro expresivo y, por tanto, documental. Perfeccionando técnicas suyas anteriores, Garnacho construye cada uno de sus retratos / panorama como un monólogo donde el personaje (Andrés el de les gaites, Soledad la d’Antero, Carmen la Roxa, Pepe Miñán…) va esbillando, adulces y pali que pali, recuerdos de su vida, datos y técnicas de su profesión, anécdotas, hechos históricos de que fue testigo o en que participó, relaciones familiares, emociones. Y ese monólogo -que posee los hiatos y rebalgos lógicos, las palabras técnicas, las expresiones, las frases hechas, las muletillas, la cadencia en el hablar y en el construir la frase propios de la conversación-, ese monólogo tiene tal sugerencia de verdad, transmite de tal forma el aroma del saber lingüístico colectivo y del pensar y el juzgar en esos años a él unido, que resulta una verdad indubitable el que ningún otro documento podrá acercarnos como éste -y, desde luego, no más que éste- a la palpación directa del fluir de la vida popular en Asturies durante esos años: porque también aquí, en el parolar de los ciudadanos que se trasuntan en la prosa de «Caleyes con oficiu», las palabras no sólo remiten a la cosa, sino que son también ella misma.

P. S. También con sus harpadas (o, más bien, obleradas) lenguas nos habla la TPA (Televisión Palacio de Areces, dice ya el pueblo). ¿No es absolutamente insólito que el programa que se emite en horario destacado se base en sonsañar ese milagro en directo que es la serie de Ambás? Y salvando la buena voluntad de guionistas y actores, ¿cómo es posible que el modelo lingüístico en que se nos da el asturiano sea el mismo que se erigió en único durante el franquismo: el humor soez, la vulgaridad, la chabacanería, el aldeanismo, el hablar rebuznado? Y ello no como única opción entre muchas, sino como la única. ¿Estiman ustedes como siquiera imaginable que el exclusivo humor presente en las televisiones estatales fuese el de Marianico el Corto, que es el equivalente, al cambio? ¿Se atreverían nuestros próceres, de estar en Galicia, Cataluña o Euskadi, a utilizar esas lenguas sólo para espectáculos de autodesprecio y burla de esa índole?

Pero me dirán ustedes, ¿quién iba a esperar otra cosa? Y tienen razón: de estos partidos y gobernantes, cuya principal seña de identidad es el desprecio y el asco hacia lo asturiano, ¿qué otra cosa?

Y así, de paso, confirman a la mayoría de la población, y especialmente a quienes siempre vieron con desafecto o despego nuestra lengua, que el asturiano sólo vale para eso, el chigre, la borrachera, la ordinariez, la vulgaridad: nada digno del mundo contemporáneo ni de las personas educadas y al día. No está mal, ¿verdad? Por lo menos, no desaprovechan nuestro dinero para seguir disparando contra nosotros.

Xuan Xosé Sánchez Vicente, La Nueva España, 4 de noviembre, 2007.