La tierra de Los Beyos
Hay una tierra quebrada en mil vallinas y surcada de sur a norte por un río que viene de Castilla. Hay un suelo de escasa tierra sobre cuyos espinazos se fundaron pueblos, al borde mismo de las cortadas que zanjan el aire por su mitad. Y hubo un tiempo de pastores, taxativo y duro, sobre el que todas las estaciones depositaban días inclementes. Unas veces el agua, otras la nieve, otras la sequedad de un pasto sobre el que derrapa el agua, sembraban los días campesinos de dificultad.
Pero entonces nadie reparaba en lo costoso de la pendiente ni en la muerte que acechaba desde el fondo de cada garma. La necesidad de continuar vivos sobre aquellas cangas de tránsito inverosímil, guiaba los bueyes, cuidaba la moderada carga de las caballerías y retenía con traviesas y bancales todo lo que pudiera escurrirse hacia la bajura. Sólo las cabras campaban holgadamente a lomos del relieve.
Los Beyos fueron desde antes de su historia tierra de cabreros. Fueron ellos quienes aprendieron a enveredarlas por los senderos después de milenios de caza, como acreditan los restos que pueblan Collubil, una estancia paleolítica que cuelga sobre Campurriondi, justo a la entrada de la garganta.
Y fueron aquellos caminadores de pared quienes aprendieron a arroparse del invierno en el fondo de las canales, ordeñando bajo los arcos de caliza que se forman a cada tanto, una vez que el río descendía de cota por haber tajado unos metros más el fondo del cauce.
Y de esa labor y tajadura vienen posiblemente Los Beyos y su nombre, un término que se disputan Amieva y Ponga empeñadas en la propiedad exclusiva de un modo de hacer queso; que de pertenecer a alguien, sólo pertenece a la geografía.
Gonzalo Barrena | Gerardo López