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Tomás Cortizo Álvarez

Catedrático de Análisis Geográfico Regional de la Universidad de Oviedo

Cuaderno de notas, 29 ene 2003

Novela de paisaje

Si en la presentación del libro interviene y acaba sentándose en la mesa una heredera del personaje novelado, el observador duda si aquello no estaría preparado. Y al menos, piensa que la situación conviene al relato por lo que tiende de realista y de inacabado. El paisaje continúa y, en lo esencial, hay materia para ampliar la historia.

Pues el relato, que los autores quieren hiemal, como esas flores que florecen verdes bajo la nieve, sea el rododendro o el heléboro, se sostiene en la fuerza recurrente de lo natural, esos anfiteatros esquivos de la montaña extrema, en los que apenas se acomodan las personas por una temporada y unas generaciones. Un trabajo acomodado al terreno mientras las gentes lo resistan.

Al leer el libro, uno se forma la idea de que se asemeja a una vieja topografía, a una panorámica, a un cuadro de la naturaleza animado. Porque el protagonismo corresponde no a las personas, sino al territorio que habitan. Apenas el mundo de los personajes ocupa su ámbito y lo construyen para el lector: su saber, su sentir, su querer se sumen bajo el peso del hacer. Sin que por ello la acción domine y construya el relato. No, es una acción pautada por el terreno, el tiempo y la rutina de las estaciones. Es una actividad.

Quizá sea una semblanza geográfica con personajes, como aquellos cuadros y poemas con escenas mitológicas. Tanta es la fuerza de lo físico y lo escueto de lo simbólico, que las personas apenas esbozadas como personajes se encuadran en una densa topografía, tendida por la capacidad evocadora de la palabra y otra parte por la sutil red de la toponímia. Ahí están la senda, la casa, la llosa, el risco y la nevada sin que sea necesaria la imagen para verlos. Y ahí están las tareas cotidianas en una sucesión ineludible, sin que por ello se aproxime ni al destino ni al ritual. El personaje hace lo que animales, terreno y lectores esperan que haga.

Porque la actividad es el otro pilar del argumento, casi como molde que espera ser llenado por la idea, la reflexión o el sentimiento. La novela avanza porque pasan los días y porque las personas van a un lado y a otro para cumplir cometidos cotidianos. De ahí que en algún momento (recuerda) esas fotografías deshabitadas: no hay nadie en la imagen, pero hay signos, huellas, trabajos de la inequívoca y necesaria presencia humana. Es como si el personaje se equiparase al viajero, ambos necesarios para mirar el territorio. No he podido evitar esa impresión mientras leía, y luego se reforzó en la impresión de diapositivas, la presencia de ponguetos y las palabras de J. A. Zapico mencionando la semejanza con un guión.

Sin embargo, el libro es también un par de relatos, el viaje y el lugar de Martín, que retoman una ficción -el proyecto de carretera- y un hecho, el esfuerzo de Martinón de Llué con el cadáver de su segunda esposa a cuestas hasta Tolivia durante una gran nevada. Y ahí, me recordó a Luís Mateo Díez, más en la adjetivación que trunca el realismo de la materia y de la acción que por la construcción de un ambiente referido a un terreno y a unas gentes a las que se les hurta su localización. Y andando el relato, podría emparentarse con el Claude Simón de El Tranvía, tal es la distancia que se toman los autores respecto a lo que cuentan y de los propios personajes sobre lo que viven.

Bastante fuerza tiene lo escrito y lo vivido como se vio al escuchar a la descendiente de Martinón, con su voz delgada y su castellano sin complejos. Tan diferente de la traducción de Susana del Hoyo al habla del lugar. Viaje al mundo de Martín Llamazales. Los Beyos de Ponga, 1893, de Gerardo López montañero, y Gonzalo Barrena, profesor de filosofía entra de lleno en esa literatura que gravita sobre lo cotidiano, asentado en este caso en lo rural y su territorio de montaña casi inhabitable. No puedo dejar de citar, una vez más a R. Willians, pero ahora para poner en evidencia el peso de esa modernidad ¿o postmodernidad?, fijado por la distancia entre el ver y el sentir hoy esa historia.
Vamos, que los autores no han utilizado ni la tierra, ni las gentes, ni el suceso que se contó en sucesivos filandones hasta convertirse en leyenda cuando todavía vive una de sus hijas para volcar sobre el lector una carga de nostalgia o de reproche.

Y es de agradecer esa actitud en lo que tiene de valor moral y moralizante en un momento de dominio de lo recordado como reproche, reivindicación, recuperación de la memoria individual amparada en lo colectivo. De utilizar el pasado como refugio en la huida del presente. Tan ligado va al terreno, a la actividad, al conocimiento, al vocabulario, a las tareas, que los autores no han emprendido el viaje de regreso porque todavía están en el de progreso.

Y se agradece el vacío ideológico y se aplica el cuento si llega a aprender uno la lección hasta el extremo de no tener que mentar a nadie para afirmarse en lo que se piensa y se dice. De Ponga a Paniceiros o a Clarín y tantas literaturas nostálgicas, hay una gran distancia que ni Gerardo ni Gonzalo, trasunto de la doble W, la W del relato, han querido recorrer. Ambos han renunciado a inmiscuirse en territorios, leyendas y vidas e historias ajenas. Se han limitado a mirar, ver, oír y contar. Y cada cual decida a dónde ir.

Sobre este análisis.

Este texto nos lo hizo llegar por correo postal, tras la asistencia a la presentación de nuestra novela en el “Club Prensa Asturiana” de Oviedo, su autor, Tomás Cortizo Álvarez, Catedrático de Análisis Geográfico Regional de la Universidad de Oviedo, el 29 de enero de 2003.